Y en los momentos finales, cuando mis ojos comenzaban a
fallar y sólo veía el contorno de tu oreja y de la parte de atrás de tu cabeza,
cuando las luces y las sombras se mezclaban haciendo más difícil aún mantener
la vista fija en la realidad, lo vi; te vi.
Te vi de
pie, en la entrada de aquel edificio gris con grandes puertas de cristal, con
la luz reflejándose en tu piel y tus ojos, nerviosos, mirando hacia todos
lados.
Y te vi
acercándote, mirándome, preguntándome en aquella estación de tren si los dos
íbamos hacia el mismo lugar.
Y te vi
bromeando conmigo, aceptándome, abriéndote a mí. Dejándome ver lo mejor y lo
peor de ti y de tu vida.
Te vi
sonriendo. Te vi pegándome mientras sonríes, jugando. Te vi fruncir el ceño.
Te vi
despidiéndote de mí con la mano mientras ese autobús te alejaba de mí y yo
pedía que una rueda se pinchara para poder pasar unos minutos más a tu lado.
Te vi
sonrojándote. Te vi negando lo evidente.
Te vi
prudente, aunque había veces que no podías controlarte conmigo.
Te vi
tímida, te vi con miedo. Te vi con ganas.
Te vi
dándome todo lo que tenías, dándome tu ser, entregándote a mí.
Te vi
enfadarte, y gritarme. Te vi estar horas y días sin hablarme.
Te vi
perdonarme cuando tenías razón, y te vi disculparte cuando no.
Te vi junto a mí.
Así que en
ese momento, al final, cuando mi consciencia se disipaba justo después de
sentir dos pinchazos en el cuello justo después de que me mordieras, solo podía
pensar en que quería que siguieras: que siguieras mordiendo, que siguieras
succionando, que siguieras matándome, porque lo necesitabas.
Porque solo he estado aquí para ti, para que puedas utilizarme,
para que puedas poner tu pie encima de mí y que así llegues un poco más alto.
Porque siempre he querido que lo tomes todo de mí, todo lo que soy y todo lo
que tengo. Porque así me haces ser útil.
Y no fue
hasta ese momento final, que me di cuenta de que no solo quería darte todo de mí
por tu bien, sino que también de esa manera podría obtener la libertad de no tener que seguir haciéndolo.
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